El taller del alma - tercera parte del manifiesto de La Reina de Corazones
Hay un lugar al que solo se llega después de romperse.
No está en los mapas ni en los templos, sino adentro, donde el silencio se vuelve sonido y el caos empieza a tener ritmo.
A ese lugar la Reina lo llamó el taller del alma.
No tiene paredes ni relojes.
Está hecho de aire tibio, de recuerdos que flotan como retazos.
En una esquina descansan las telas del pasado: algunas suaves, otras ásperas, algunas rotas por completo.
En otra, los hilos del porvenir esperan su turno, brillando como promesas aún por cumplir.
A veces, la Reina se sienta frente a su mesa y simplemente observa.
No hay prisa.
Sabe que el alma no se cose a destiempo.
Hay puntadas que solo llegan cuando la herida ha aprendido a hablar.
El taller huele a hilo nuevo y a historia vieja.
En su superficie reposan agujas que conocen lágrimas, tijeras que han cortado ataduras, botones que alguna vez cerraron caminos.
Todo tiene un alma, todo guarda memoria.
Allí, la Reina trabaja sin urgencia ni miedo.
Ya no teme al error, porque entiende que cada puntada tiene su tiempo, su respiración.
No cose para lucir, sino para sentir.
Cada hilo que pasa por la aguja lleva un fragmento de su historia, una emoción que se vuelve materia.
En el taller del alma no hay moldes.
El único patrón es el del corazón latiendo.
Las líneas no son rectas, las formas no son perfectas, pero cada creación vibra con vida propia.
A veces el hilo se corta, y la Reina llora.
A veces la tela se resiste, y la aguja sangra.
Pero ella sigue, porque sabe que la creación y la sanación son la misma cosa:
que el acto de coser es un pacto con la vida.
Cuando el cansancio llega, se detiene.
Toma aire, acaricia el hilo, y deja que la aguja descanse sobre la mesa.
En ese gesto de pausa también hay costura: el silencio es una puntada invisible que une lo que no se ve.
Cada mañana enciende una pequeña vela —no por devoción, sino por memoria.
La llama ilumina los pliegues, las sombras, las cicatrices.
Y en esa luz suave, entiende que no hay que ser entera para ser completa.
Que lo bello no es lo nuevo, sino lo vivido.
A veces llegan otras almas al taller: mujeres que también se rompieron, que también buscan el hilo que las devuelva a sí mismas.
La Reina no les enseña a coser; les enseña a escuchar.
Porque el alma siempre sabe por dónde empezar.
Y cuando cae la tarde, el taller se llena de un murmullo sagrado.
Las agujas, los hilos, los trozos que alguna vez dolieron, susurran lo mismo:
“Cose, Reina. Cose.
Que cada puntada que das en ti, enciende el mundo.”
Gracias por entrar al taller.
Seguimos tejiendo juntas el alma.
Donde el alma cose
por Vivi Seijas